sábado, 18 de septiembre de 2010

La Perla











“PARA RECORDAR”

John Steinbeck 1902-1968)

Nació en Salinas, California, USA

Falleció en Nueva York

Premio Pulitzer 1940

Premio Nobel de Literatura 1962



La Perla (1947)

Capítulo I

Kino se despertó casi a oscuras. Las estrellas lucían aún y el día solamente había tenido un lienzo de luz en la parte baja del cielo, al este. Los gallos llevaban un rato cantando y los madrugadores cerdos ya empezaban su incesante búsqueda entre los leños y matojos para ver si algo comestible les había pasado hasta entonces inadvertido. Fuera de la casa edificada con haces de ramas, en el plantío de tunas, una bandada de pajarillos temblaban estremeciendo las alas.

Los ojos de Kino se abrieron, mirando primero al rectángulo de luz de la puerta, y luego a la cuna portátil donde dormía Coyotito. Por último volvió su cabeza hacia Juana, su mujer, que yacía a su lado en el jergón, cubriéndose con el chal azul la cara hasta la nariz, el pecho y parte de la espalda. Los ojos de Juana también estaban abiertos. Kino no recordaba haberlos visto nunca cerrados al despertar. Las estrellas se reflejaban muy pequeñas en aquellos ojos oscuros. Estaba mirándolo como lo miraba siempre al despertarse.

Kino escuchaba el suave romper de las olas mañaneras sobre la playa. Era muy agradable, y cerró los ojos para escuchar su música. Tal vez sólo él hacía esto o puede que toda su gente lo hiciera. Su pueblo había tenido grandes hacedores de canciones capaces de convertir en canto cuanto veían, pensaban, hacían u oían. Esto era mucho tiempo atrás. Las canciones perduraban; Kino las conocía, pero sabía que no habían seguido otras nuevas. Esto no quiere decir que no hubiese canciones personales.

En la cabeza de Kino había una melodía, clara y suave, y si hubiese podido hablar de ella, la habría llamado la Canción Familiar.

Su manta le cubría hasta la nariz para protegerlo del aire desagradablemente húmedo. Sus ojos se movieron al oír un rumor a su lado. Era Juana levantándose casi sin ruido. Descalza se acercó a la cuna de Coyotito, se inclinó sobre él y pronunció una palabra de cariño. Coyotito miró un momento hacia arriba, cerró los ojos y volvió a dormirse.

Juana fue hacia el fogón, extrajo un tizón y lo aireó para reavivarlos mientras dejaba caer sobre él algunas astillas.

Kino se había levantado envuelto en su manta. Deslizó los pies de sus sandalias y salió a ver la aurora.

Al traspasar la puerta se inclinó para rodear mejor sus piernas con el borde de la manta. Veía las nubes sobre el Golfo como hogueras en el firmamento. Una cabra se acercó a él resoplando y mirándolo con sus ojos fríos y ambarinos. A su espalda el fuego de Juana llameaba lanzando flechas de luz entre las rendijas de la pared de ramaje y haciendo de la puerta un cuadro de luz oscilante. Una polilla lo atravesó en busca de fuego. La Canción Familiar ahora detrás de Kino , y su ritmo era el de la muela de piedra que Juana movía para triturar el grano de las tortillas matinales.

El alba llegaba rápida ya, un destello, un relámpago, y luego una explosión ígnea al surgir el sol del fondo del Golfo. Kino miró al suelo para librar sus ojos del resplandor. Oía el batir de la masa de las tortillas y su aroma sobre la batea del horno. En el suelo las hormigas se apresuraban, divididas en dos castas: grandes y relucientes, pequeñas y parduscas, mucho más veloces. Kino las observó con la indiferencia de un dios mientras una de las pequeñas trataba frenéticamente de escapar a la trampa de arena que una hormiga-león había preparado para ella.

Un perro flaco y tímido se aproximó y a una suave llamada de Kino se acurrucó, colocó el extremo de la cola sobre sus patas y apoyó delicadamente su hocico sobre una estaca hundida en el suelo. Era negro, con manchas amarillentas donde debiera tener las cejas. Aquella era una mañana como otras y sin embargo perfecta entre todas. Oyó el leve crujir de las cuerdas al sacar Juana a Coyotito de su cuna, lavarlo y envolverlo en su chal de modo que quedara muy cerca de su seno. Kino podía ver todo esto sin mirarlo. Juana cantaba en voz baja una vieja canción que sólo tenía tres notas y, no obstante, interminable variedad de pausas. Esto también formaba parte de la Canción Familiar, como todo. A veces llegaba a ser acorde doloroso que ponía nudos en la garganta, musitando: .

Al otro lado de la empalizada había otras casas de ramas, de las que también salía humo y los rumores previos al desayuno, pero aquellas eran otras canciones, los cerdos otros cerdos, las esposas unas distintas de Juana. Kino era joven y fuerte y su cabellos negro caía sobres su morena frente. Sus ojos eran cálidos y fieros y su bigote exiguo y áspero. Libró su nariz de la manta, porque el aire oscuro y venenoso había huido y la luz dorada del sol caía sobre la casa. Junto a la cerca dos gallos se encaraban con las alas combadas y las plumas del cuello erizadas. Su lucha era torpe; no eran gallos de pelea. Kino los miró un momento y luego sus ojos se alzaron hacia una bandada de palomas silvestres que se dirigían hacia las montañas, al interior, recogiendo luz sobre sus cuerpos blancos. El mundo ya estaba despierto, y Kino se incorporó y entró en la choza.

Cuando atravesó la puerta, Juana esta en pie, algo apartada del centelleante fogón. Devolvió a Coyotito a su cuna y empezó a peinarse la negra cabellera hasta formar dos trenzas a cuyos extremos ató dos cintas verdes. Kino se agachó junto al hogar, extrajo una tortilla caliente, la mojó en salsa y se la comió. Luego bebió un poco de pulque y dio por terminado su desayuno, el único que había conocido exceptuando los días de fiesta y un increíble banquete de pastelillos que había estado a punto de matarlo. Cuando Kino hubo acabado, Juana regresó al fuego y desayunó. En una ocasión habían hablado, pero no hay necesidad de palabras cuando se actúa por hábito. Kino suspiraba satisfecho, y ésta era suficiente conversación.

El sol caldeaba la cabaña, atravesando sus paredes discontinuas. Uno de los delgados rayos cayó sobre la cuna de Coyotito y las cuerdas que la sostenían.

Fue un instante en que dirigieron sus miradas a la cuna, y entonces ambos se quedaron rígidos. Por la cuerda que sostenía el lecho infantil en la pared un escorpión descendía lentamente. Su venenosa cola estaba extendida tras él pero podía encogerla en un segundo.

La respiración de Kino se hizo silbante y tuvo que abrir la boca para impedirlo. Su expresión había perdido el aire de sorpresa y su cuerpo ya no estaba rígido. A su cerebro acudía una nueva canción, la Canción del Mal, la música del enemigo, una melodía salvaje, secreta, peligrosa, bajo la cual la Canción Familiar parecía llorar y lamentarse.

El escorpión seguía bajando por la cuerda hacia el pequeño. En su interior, Juana repetía una vieja fórmula mágica para guardarse del peligro, y, más audible, una Avemaría entre dientes. Pero Kino se movía ya. Su cuerpo atravesaba el cuarto suave y silenciosamente. Llevaba las manos extendidas, y las palmas hacia abajo, y tenía puestos los ojos en el escorpión. Bajo éste, Coyotito reía y levantaba la mano para cogerlo.

La sensación de peligro llegó al bicho cuando Kino estaba casi a su alcance.

Se detuvo, su cola levantó lentamente sobre su cabeza y la garra curva de su extremo surgió reluciente.

Kino estaba absolutamente inmóvil. Oía el susurro mágico de Juana y la música cruel del enemigo. No podía moverse hasta que lo hiciera el escorpión, consciente ya de la muerte que se le acercaba. La mano de Kino se adelantaba muy despacio, y la cola venenosa seguía alzándose. En aquel momento Coyotito, riéndose, sacudió la cuerda y el escorpión cayó.

La mano de Kino había saltado a cogerlo, pero paso frente a sus dedos, cayó en el hombro de la criatura y descargó su ponzoña. Al momento Kino lo había cogido entres sus manos,aplastándolo. Lo tiró al suelo y empezó a golpearlo con el puño, mientras Coyotito lloraba de dolor. Kino siguió golpeando al enemigo hasta que no fue más que una mancha húmeda en el polvo. Sus dientes estaban al descubierto, el furor ardía en sus ojos y la Canción del Enemigo rugía en sus oídos.

Pero Juana había cogido al pequeño en sus brazos. Encontró la herida ya enrojecida, la rodeó con sus labios, aspiró fuerte, escupió y volvió a succionar mientras Coyotito chillaba.

Kino permaneció en suspenso, su ayuda de nada servía, era un estorbo.

Los gritos del pequeño atrajeron a los vecinos, que fueron surgiendo de sus casuchas de ramaje. El hermano de Kino, Juan Tomás, su gorda esposa Apolonia y sus cuatro hijos se agolparon en la puerta bloqueando el paso mientras detrás de ellos otros trataban de mirar adentro y un pequeñuelo se deslizaba entre las piernas de los demás para ver mejor. los que estaban delante pasaban la noticia a los de atrás.

Escorpión. Ha picado al pequeño.

Juana dejó de chupar la herida un momento. El orificio era un poco mayor y sus bordes estaban blancos por la succión, pero la roja hinchazón se extendía cada vez más en torno suyo formando un duro bulto linfático. Toda aquella gente sabía cuanto había que saber del escorpión. Un adulto podía ponerse muy enfermo, pero un niño fácilmente podía morir. Sabían que primero venía la hinchazón, lego la fiebre y la sequedad de garganta, después dolorosas contracciones del estómago y por último Coyotito podía morir si había entrado en su cuerpo suficiente veneno. Los gritos del pequeño se habían convertido en gemidos.

Kino había admirado muchas veces la férrea contextura de su paciente y frágil mujer. Ella, obediente, respetuosa, alegra y paciente, era capaz de retorcerse en los dolores del parto sin exhalar un grito. Sabía soportar el hambre y la fatiga incluso mejor que el mismo Kino. En la canoa era fuerte como un hombre, y ahora hacía una cosa del todo sorprendente.

–El doctor – pedía –. Id a buscar al doctor.

La demanda pasó de boca en boca entre los que se amontonaban al exterior, que revieron: . Asombroso, memorable, pedir la presencia del doctor, y conseguirla, más asombroso aún. El doctor no se acercaba jamás a las cabañas. ¿Cómo iba a hacerlo cuando tenía más trabajo del que podía atender entre los ricos que vivían en las casas de piedra y cemento de la ciudad?

–No vendrá – exclamaron los vecinos.

–No vendrá – repitieron los parientes desde la puerta.

–El doctor no vendrá – dijo Kino a Juana.

Ella lo miró con ojos tan fríos como los de una leona. Era el primer hijo de Juana, casi todo lo que había en el mundo para ella. Kino se dio cuenta de su determinación y la música familiar sonó en su cerebro con tono acerado.

–Entonces iremos a él – decidió Juana –. Con una mano dispuso el chal azul sobre su cabeza haciendo que un extremo envolviera a la llorosa criatura y con el otro cubrió sus ojos para protegerlos de la luz. Los de la puerta empujaron a los de atrás para abrir paso. Kino la siguió y acompañados por todos emprendieron el camino.

Era ya un problema de toda la comunidad.

Formaban una acelerada y silenciosa procesión dirigiéndose al centro de la ciudad, delante Juana y Kino, tras ellos Juan Tomás y Apolonia, bailándole el enorme vientre por efecto de la apresurada marcha, y luego todos los vecinos con los niños corriendo a ambos lados. El sol amarillo proyectaba sus sombras negras hacia adelante, de modo que andaban persiguiéndolas.

Llegaron al lugar en que cesaban las cabañas y empezaba la ciudad de piedra y mampostería, la ciudad de grandes muros exteriores y frescos jardines interiores donde las fuentes murmuraban y la buganvilia purpúrea, cárdena y blanca trepaba por las paredes. De los ocultos jardines oían los trinos de pájaros enjaulados y el salpicar del agua fresca sobre los mosaicos recalentados. La procesión atravesó la iluminada plaza y cruzó por delante de la iglesia. Había crecido mucho y los recién llegados eran rápidamente informados sobre la marcha de cómo el pequeño había sido picado por un escorpión y su padres y su madre lo llevaban al doctor.

Y los recién llegados, en particular los mendigos de la entrada de la iglesia que eran grandes expertos en análisis financiero, miraban rápidamente la vieja falda azul de Juana, veían los rotos de su chal, evaluaban las cintas verdes en su pelo, leían la edad en la manta de Kino y el millar de lavados de sus ropas, los clasificaban al momento como gente mísera y seguían tras ellos para ver qué clase de drama se iba a representar. Los cuatro mendigos de la puerta de la iglesia conocían todo lo existente en la ciudad. Estudiaban la expresión de las jóvenes en el confesionario, las miraban al salir y sabían la naturaleza del pecado. Estaban enterados de todos los pequeños escándalos y de algunos grandes crímenes. Dormían en los mismos escalones de la puerta de la iglesia y así nadie podía entrar en el templo a buscar consuelo sin que ellos se enterasen. Y conocían l doctor. Sabían de su ignorancia, su crueldad, su avaricia, sus apetitos, sus pecados. Conocían sus feas intervenciones en abortos y los pocos centavos que daba alguna vez como limosnas. Habían visto entrar en la iglesia los cadáveres de todas sus víctimas, y ahora, como que la misa había terminado y no era todavía la hora mejor de su negocio, seguían a la procesión, procurando aprender nuevas cosas sobre sus congéneres, dispuestos a ver lo que iba a hacer el obeso e indolente doctor con una criatura indigente mordida por un escorpión. La apresurada procesión llegó por fin a la gran verja de la casa del doctor. Oían allí también el jugueteo del agua, el canto de los pájaros y el ruido de escobas sobre las losas de las avenidas sombreadas. Y olían también el tocino frito en la cocina del doctor.

Kino vaciló un momento. Este doctor no era compatriota suyo. Este doctor era de una raza que casi durante cuatrocientos años había despreciado a la raza de Kino, llenándola de terror, de modo que el indígena se acercó a la puerta lleno de humildad. Y, como siempre que se acercaba a un miembro de aquella casta, Kino se sentía débil, asustado y furioso a la vez. La ira y el terror se mezclaban en él. Le sería más fácil matar al doctor que hablarle, pues los de la estirpe del doctor hablaban a los compatriotas de Kino como si fueran simples bestias de carga. Cuando levantó su mano derecha para coger el aldabón de la verja la rabia se había apoderado de él, en sus oídos sonaba intensamente la música del enemigo y sus labios se contraían fuertemente sobre sus dientes; pero con la mano izquierda se quitaba el sombrero. El metálico aldabón resonó contra la verja. Kino acabó de destocarse y esperó. Coyotito gemía en brazos de Juana, que le hablaba dulcemente. La procesión se apiñó más para ver y oír más cerca.

Al cabo de un momento la gran verja se abrió unas pulgadas. Kino pudo ver el verde frescor del jardín y los juegos del agua en la fuente. El hombre que lo miraba era de su propia raza. Kino le habló en la lengua ancestral:

–Mi pequeño, mi primogénito, ha sido envenenado por un escorpión – explicó –. Necesita que lo curen.

La verja se cerró un poco y el criado se negó a emplear el viejo idioma.

–Un momentito – dijo –. Voy a informarme.

Cerró la verja y echó el cerrojo. El sol proyectaba las negras siluetas del grupo sobre los blancos muros.

En su alcoba el doctor estaba sentado en la cama. Llevaba puesto el batín de seda roja tornasolada que se había hecho traer de París, algo justo sobre su pecho cuando se lo abrochaba. En su regazo tenía una bandeja de plata con una chocolatera del mismo metal y una tacita de porcelana china; tan delicada que parecía una insignificancia cuando la levantaba en su mano gigantesca, sosteniéndola entre índice y pulgar y apartando los otros tres dedos.

Sus ojos descansaban sobre bolsas de carne flácida y su boca tenía un rictus de desagrado. Se estaba poniendo muy gordo y su voz era ronca por la grasa que oprimía su garganta. Junto a él, en una mesita, había un gong oriental y una caja de cigarrillos. El mobiliario del cuarto era enorme, oscuro y tristón. Los cuadros eran religiosos, incluso la gran fotografía en colores de su difunta esposa que, sin duda, gracias a las misas pagadas con su dinero, esta en la Gloria. El doctor había sido en otro tiempo – muy breve – un miembro del gran mundo y el resto de su vida había sido una eterna añoranza de su Francia. , con lo que se refería a ingresos suficientes para mantener una querida y comer en restaurantes. Vació la segunda taza de chocolate y mordisqueó un bizcocho. El criado llegó desde el jardín hasta su puerta y esperó que su presencia fuera observada.

¿Qué hay? – preguntó el doctor.

– Un indio con una criatura. Dice que le ha picado un escorpión.

El doctor bajó la taza con cuidado antes de dejar su ira en libertad.

–¿No tengo nada que hacer más que curar mordeduras de insectos a los indios? Soy un doctor, no un veterinario.

– Sí, patrón – dijo el criado.

–¿Tiene dinero? – preguntó el doctor –. No, nunca tienen dinero. Yo, sólo yo en el mundo tengo que trabajar por nada, y estoy harto ya. ¡Ve a ver si tiene dinero!

El criado abrió la verja un poquito y miró a los que esperaban. Esta vez hablo en el antiguo idioma.

–¿Tenéis dinero para pagar el tratamiento?

Kino hurgó en algún escondite secreto debajo de su manta y sacó un papel muy doblado.

Pliegue a pliegue fue desdoblándolo, hasta que al fin aparecieron ocho perlas deformes, feas y grisáceas como úlceras, aplastadas y casi sin valor. El criado cogió el papel y volvió a cerrar la puerta, pero esta vez no tardo en reaparecer. Abrió la verja el espacio suficiente para devolver el papel.

­– El doctor ha salido – explicó –. Lo han llamado desde un caserío.– Y cerró apresuradamente.

Una ola de vergüenza recorrió todo el grupo. Se separaron. Los mendigos volvieron a los escalones de la iglesia, los curiosos huyeron, los vecinos se apartaron para no ver la vergüenza de Kino.

Durante largo rato Kino permaneció frente a la verja con Juana a su lado. Lentamente devolvió a su cabeza el sombrero peticionario. Y entonces, impulsivo golpeó la verja con el puño. Bajó la mirada y contempló casi con asombro sus nudillos despellejados y la sangre que corría por entre sus dedos.

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Amanecer I



Amanecer II



Kino hacia el banco



Red de pescador


Kino pescando

Kino pescando II



Lavando zanahorias (otra actividad)



Telaraña


Gota en penca



Antes de la tempestad

Fotografías de Jorge T. Prado



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Para tu información:

John Steinbeck nació en Salinas, California, siendo hijo único varón de los cuatro de John, tesorero del condado, y de Olivie Hamilton Steinbeck, profesora. Estudió en Salinas y luego en la Universidad de Stanford. Pero desde muy temprano tuvo que trabajar duramente como albañil, jornalero rural, agrimensor(arte de medir tierras) o empleado de tienda, después abandonó sus estudios y se marchó a Nueva York en 1925. Trabajó por un período breve en el New York American, pero regresó a Salinas en 1926.

En 1929 escribió su primera novela, La Copa de Oro (Cup of gold). En 1930 se casó con Carol Henning, de quien se separaría en 1941 para iniciar una relación sentimental con la cantante Gwyndolyn Conger, con la que se casaría en 1943. En 1948 se divorció de Gwy, y a finales del año 1950 se casó por tercera vez, ahora con Elain Anderson Scott. Su madre murió en 1934 y su padre en 1935. En ese mismo año escribió Tortilla Flat, con el cual recibió su primer premio literario – La Medalla de Oro para la mejor novela escrita por un californiano concedido por el Commonwealth Club of California. Este compendio de historias humorísticas obtuvo cierto éxito.

Con Of Mice and Men e In Dubious Battle, ambos publicados en 1936, sus obras adquirieron mayor seriedad. Fue galardonado con el New York Drama Critics Award. Después de The Long Valley en 1937 y Their Blood is Strong – reportajes sobre los trabajadores inmigrantes en 1938, en 1939 publicó The Grapes of Wrath, (Las uvas de la ira) la cual es considerada su mejor obra. Curiosamente el titulo fue idea de su esposa Carol, no de Steinbeck.

Las uvas de la ira surgió de los artículos periodísticos que Steinbeck había escrito sobre las nuevas oleadas de trabajadores que llegaban a California, y desató polémicas encendidas en el plano político y en la crítica, ya que fue acusado de socialista y perturbador. El argumento de esta novela narra la migración de familias de Texas y Oklahoma que huían de la sequía y la miseria, en busca de la californiana Tierra Prometida.

El libro tuvo éxito, pero los críticos le reprocharon por no usar un lenguaje desarrollado. El libro llegó a ser prohibido en varias ciudades de California.

En 1940, cuando fue adaptado al cine, bajo la dirección de John Ford y primer actor Henry Fonda, recibió el premio Pulitzer. En 1952 publicó East of Eden (Este del Edén) que sería llevada al cine por Elia Kazan, en una película que protagonizaría el malogrado James Dean. Tal vez por la repercusión que estas dos novelas alcanzaron tras ser llevadas a la gran pantalla, se consideran sus obras cumbre, siendo sin duda The Grapes of Wrath ( Las uvas de la ira) su obra cumbre.

Redactó el guión de la película dirigida por Elia Kazan “Viva Zapata” (1952), film protagonizado por Marlo Brando, Jean Peters y Anthony Quinn.

Cuando estalló la II guerra mundial, Steinbeck comprometió su prestigio de escritor en la actividad de corresponsal de guerra para el “New York Herald Tribune” y de autor de libros de propaganda bélica.

Recibió el premio Nobel de literatura en 1962.

Su literatura, de enfoque naturalista, se caracteriza por su implicación social en los problemas de los más desfavorecidos.

A lo largo de su vida, John Steinbeck usó el símbolo Pigasus (de pig, cerdo en inglés y Pegasus), un cerdo volador, “atado a la tierra pero aspirando a volar.

Murió el 20 de diciembre de 1968 de un ataque al corazón en Nueva York a la edad de 66 años.



Calle Old Main en el centro de Salinas.

Salinas es una ciudad (en el año 2000 tenía una población de 148.350 habitantes) ubicada en el condado de Monterrey en el estado estadounidense de California a ocho millas del Océano Pacífico. Salinas se conoce por ser un centro agrícola, así como ser la ciudad natal del famoso Escritor y premio Nobel Juan Steinbeck.



John Steinbeck (en el centro) con su hijo y el Presidente Johnson en el Despacho Oval el 16 de mayo de 1966


Algunas de sus citas:

El hombre es el único zorro que instala una trampa, le pone una carnada y luego mete la pata.

El arte del descanso es una parte del arte de trabajar.

Por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública puede medirse la cultura de un pueblo.

De todos los animales de la creación, el hombre es el único que bebe sin tener sed, come sin tener hambre y habla sin tener nada que decir.

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Joseph Pulitzer


Nacimiento

10 de abril de 1847

Hungría, Makó

Fallecimiento

29 de octubre de 1911, 64 años

Estados Unidos, Charleston

Nacionalidad

Estadounidense

Ocupación

Editor, empresario



Premio Pulitzer

Reconocimiento

Excelencia en presa escrita, literatura y composición musical.

Presentados por

Universidad de Columbia

País

Estados Unidos

Primera entrega

1917

Los Premios Pulitzer son una serie de 21 galardones que abarcan Periodismo, Literatura y Composición musical, considerados como la más alta distinción para las obras publicadas en los Estados Unidos, usualmente reservado sólo para la lengua inglesa. Se entregan anualmente.

En su testamento, Joseph Pulitzer llama a la creación de este premio con el objetivo de estimular la excelencia.

En 1892, Pulitzer ofreció al presidente de la Universidad de Columbia, financiar la primera escuela de periodismo del mundo. La Universidad rechazó inicialmente el dinero, evidentemente influida por la polémica figura de Pulitzer. En 1902, el nuevo presidente de la Universidad, fue más receptivo hacia el plan de la escuela y de instaurar unos premios, pero no sería hasta la muerte de Pulitzer que este sueño se haría realidad. Pulitzer dejó a la Universidad 2 millones de dólares en su testamento, lo que permitió la creación de la Columbia University Graduate Scholl of Juornalism (la escuela de periodismo), que sería una de las más prestigiosas del mundo, aunque ya no fuese la primera por haberse creado antes la de la Universidad de Missouri.

Joseph Pulitzer murió a bordo de su yate en el puerto de Charleston, Carolina del Sur en 1911. En 1917, fueron convocados los primeros Premios Pulitzer de acuerdo con los deseos de Pulitzer.

En 1989 Pulitzer fue situado en el paseo de la fama de San Luis, Missouri.

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Alfred Nobel

Alfred Bernhard Nobel Nació en Estocolmo el 21 de octubre de 1833 – Falleció en San Remo, Italia el 10 de diciembre de 1896, tenía 63 años. Fue un inventor y químico, famoso principalmente por la invención de la dinamito y por los premios que llevan su nombre.

Alfred Nobel nació en una familia de ingenieros; a los nueve años de edad su familia se trasladó a Rusia, donde él y sus hermanos recibieron una esmerada educación en ciencias naturales y humanidades. Paso gran parte de su juventud en San Petersburgo.

Regresó a Suecia en 1863 (a los 30 años), complementando allí las investigaciones que había iniciado en el campo de explosivos: detonador las explosiones de la nitroglicerina ( inventada en 1846 por el italiano Ascanio Sobrero); en 1865 perfeccionó el sistema con un detonador de mercurio; y en 1867 consiguió la dinamita, un explosivo plástico resultante de absorber la nitroglicerina en un material sólido poroso, con lo que se reducían los riesgos de accidente (las explosiones accidentales de la nitroglicerina, en una de las cuales había muerto su propio hermano Emilio Nobel y otras cuatro personas, había despertado fuertes críticas contra Nobel y sus fábricas) .


Aún produjo otras invenciones en el terreno de los explosivos. Nobel patentó todos sus inventos y fundó compañías para fabricarlos y comercializarlos desde 1865. Sus productos fueron de enorme importancia para la construcción, la minería y la ingeniería, pero también para la industria militar; con ellos puso los cimientos de una fortuna, que acrecentó con la inversión en pozos de petróleo en el Cáucaso.

Por todo ello, Nobel acumuló una enorme riqueza, pero también cierto complejo de culpa por el mal y la destrucción que sus inventos pudieran haber causado a la Humanidad en los campos de batalla. La combinación de ambas razones le llevó a legar la mayor parte de su fortuna a una sociedad filantrópica – La Fundación Nobel, creada en 1900 con el encargo de otorgar una serie de premios anuales (que entrega el Banco Central de Suecia), a las personas que más hubieran hecho en beneficio de la Humanidad.

En su testamento firmado el 27 de noviembre de 1895 ( un año antes de fallecer) en el Club Sueco – Noruego de París, Nobel instaura con su fortuna un fondo con el que se premiaría a los mejores exponentes en la Literatura, Fisiología o Medicina, Física, Química, Economía (en 1969) y la Paz.

Se calcula que su fortuna en el momento de su muerte era de 33,000,000 de coronas, de las que legó a su familia apenas 100.000 coronas. El resto fue destinado a los premios Nobel.

Un ataque cardíaco le causó la muerte cuanto estaba en su hogar en San Remo, Italia el día 10 de diciembre de 1896 a la edad de 63 años.

En su honor llamaron a un asteroide (6032) Nobel.

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